LECTURAS PARA EL VIAJE

Y un buen día los barrios de los centros y las periferias se llenaron de cámaras. Aparatos ópticos que copiaban imágenes de todas las cosas y todas las personas.

Se emplazaron dispositivos de video en todas las azoteas, en los troncos de los árboles, bajo las baldosas y dentro de las nubes. Las gentes se acostumbraron a dormir con una cámara bajo la almohada, nadie cerro ya tras de si la puerta del lavabo sin encender antes una filmadora y en los velatorios las cámaras reemplazaron a las coronas de flores.

Todo esto no fue gratis. El Aparatobarrio registró consecuencias colaterales.

Una de estas secuelas se narra en la historia adjunta. Un melodrama por entregas que iremos subiendo en este blog semana a semana.

La Chica Cámara

1. Todo empezó con una picazón muy fuerte en la palma de la mano derecha y la voz de la abuela que advertía “buena suerte, vas a recibir dinero. No te rasques”. Después fue una irritación de cutícula. Pero no le dio mayor importancia porque ella se comía las uñas y la abuela regresó suficientemente audible con aquello de “nena, ¿no te da asco?” Por último le tembló el pulso y la abuela recomendó “nunca bebas champagne porque los hombres lo usan para aprovecharse de las mujeres”. Todo un poco insólito. Lo de la mano y lo de la voz de la abuela. Más teniendo en cuenta que Amelia estaba muerta hacía unos diez años.

La cosa pasó a mayores la tarde en que la mano se movió sola.  Ella no había autorizado ninguna orden neurológica que permitiera a uno de sus brazos y a cinco de sus dedos extenderse como si empuñaran algo. Pensó que la pose era muy ridícula. Por suerte nadie la observaba. El vagón del metro estaba atestado de personas que usaban todas sus extremidades de mil maneras diferentes para no perder el equilibrio. Cuando atravesó el parque otra vez la mano decidió moverse sin consultarle. Se tendió hacia delante como una flor con los dedos bien abiertos y paneó lentamente de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Entonces vio la imagen en el dorso de la palma. Era una pantallita cuadrada donde hormigueaban gentes y cosas pero ella atravesaba un sendero desierto. Todo un poco insólito. Paralizada, con el brazo estirado y la mano abierta con los dedos separados como si estuviera indicándole a alguien invisible que se detuviera. Y alrededor no había nada ni nadie mientras en el dorso de su palma derecha un perro alzaba la pata para mear sobre las pezuñas de un fauno de mármol, un viejo en silla de ruedas era proyectado al espacio sideral por un skater y una mujer mecía una muñeca sin ojos en un cochecito oxidado. Cerró el puño y todo desapareció. Lo abrió y el perro ahora había decidido mear sobre el viejo que había aterrizado sobre un cantero de malvones, el skater se había estrellado contra la estatua de mármol del fauno y la mujer retorcía la cabeza de la muñeca sin ojos del cochecito oxidado. Pero ninguno de esos personajes estaba frente a ella.

En parte era fácil de entender. Su mano se transformaba por voluntad propia en una cámara de video.  Lo que no terminaba de cuadrar era porqué grababa cosas que no se veían.

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