EN TRANSITO 9

Los andenes de las estaciones de tren son lugares muy aptos para vivir momentos tristes. Todos se despiden. Madres de sus hijos, novias de sus novios, amantes de sus galanes. Casi siempre quienes se quedan son mujeres y los que se van, hombres. También, generalmente, los que parten viajan hacia cárceles en Siberia, trincheras en Bélgica u hospitales en Mar del Plata. Pero no cualquier mujer puede pretender quedarse sola llorando a moco tendido mientras se disipa la estela de humo de una locomotora Orenstein & Koppel modelo 1892. Tiene que poseer algunos accesorios decorativos. Un bolso de piel marrón, como la Penélope de Serrat, una pañoleta negra, como las madres de Lorca o un perrito faldero, como la anciana de mi fotografía en tránsito.

Citando gente a la que eso de pensar se le daba muy bien, creo que Kant dijo algo así como que la mosca ve cosas de mosca. Y como no es cuestión de defraudar a las moscas, nosotros también no nos enteramos de nada. Con el paso del tiempo fue cada vez menos lo que pudimos conocer más allá de nosotros mismos. Y para colmo de males, de nosotros mismos tampoco tuvimos nunca ni la más mínima idea. Pero no siempre fue así.  Hace tiempo, vaya a saber cuanto, quienes pernoctaban en los castillos embrujados de Escocia no se sorprendían si, al estirar las manos fuera de la colcha, desde abajo de la cama surgían unos dedos huesudos que les arrastraban hasta el infierno. Los presos de las cárceles del Paraguay tampoco hacían aspavientos por lo que solía sucederles cuando se agachaban a recoger del piso el jabón que se les resbalaba de las manos en las duchas. Muy pocas cosas asombraban. Porque la maravilla o el espanto estaban a la vuelta de la esquina y todo era tal como lucía, sin disimulos. Como dijo Aristóteles, otro al que se le dio muy bien eso de pensar, íbamos del particular al universal y nos traíamos una inducción, o viajábamos del universal al particular y nos comprábamos una deducción. Creo, a lo mejor era al revés…

Pero hoy nos sentimos traicionados a diario. Cuando se cree haber alcanzado la gloria descubriendo una gruta prehistórica en Choele Choel en realidad uno se encuentra en el lobby de un hotel de diseño en Barcelona, cuando parece que hemos logrado turno para la ecografía de próstata en un laboratorio urológico de Miami en verdad hemos conseguido mesa en un restaurante bio de Amsterdam y cuando creemos que se nos ha otorgado una plaza para nuestras hijas en un kindergarten de Berlín, en verdad, nos adentramos en una prisión secreta de la CIA en Popayán. Bueno, la cuestión es que antes el mundo era un lugar, más o menos, previsible y ahora es un desmadre insolente. ¡Si el marqués de Sade supiera que su apellido calentón hoy lo ostenta una aburridísima cantante pop que intenta cantar calentona!

Por eso mientras esperaba que llegara mi tren de regreso a las periferias y aplicando las enseñanzas sobre el cambio de paradigma de Giorgio Agamben, otro al que se le da muy bien eso de pensar, ensayé un nuevo estatuto epistemológico sobre esa anciana con su perrito y confirmé algo que sospechaba desde el año pasado: ya comienzan a llegar. Poco a poco. Es una invasión sutil, disimulada. Un goteo lento pero constante. No suelen manifestarse en tiempos de bonanza. Los atraen los olores y los sonidos de las épocas malas.

Cuando la suma de puñetazos sobre las mesas a la hora de cenar, los gritos de las peleas matrimoniales, el llanto de las vírgenes suicidas, el tufo de los fracasados y la carcajada de los banqueros deroga la risa de las niñas, el susurro de los besos, el rumor de las hojas de los libros y el trepidar de los orgasmos, ellos toman confianza y se acercan a nuestro mundo en decadencia. Y un buen día nos cruzarnos con el Lobo feroz, el Hombre de la bolsa, los Maderos de San Juan, Sacco y Vanzetti, la Madre coraje y con una viejita muy pobre que deambula por los andenes de las estaciones de tren junto a un perrito faldero.

Deja un comentario