EN TRANSITO 25

Los tránsitos entre los centros y las periferias (y viceversas) no siempre los realizo en trenes de cercanías o metros urbanos. A veces voy más lejos. En el espacio y en el tiempo. Pero regreso. Más tarde o más temprano estoy de vuelta en casa para la hora de la cena.

Hace unas semanas viajé en trenes de larga distancia y en aviones low cost. Y, en vez de dedicarme a tomar fotografías con la cámara de mi teléfono móvil, se me dio por matar el aburrimiento pensando. Y me vino a la cabeza el tema del trabajo. Todo un problema como esos que los matemáticos nunca resuelven.

Hoy, según las encuestas que les realizan a gentes que no conozco y que nunca me toca responder a mí, la cuestión del trabajo es la mayor incertidumbre que afecta a hombres y mujeres. Por los centros se preocupan por que muchos han perdido el empleo que creyeron poseer de por vida. Y en las periferias desesperan porque casi todos nunca han logrado una ocupación remunerada dignamente. Otros ni se calientan, son los que no necesitan trabajar. Porque son ricos o mendigos.

Todos están medio locos. Los de los centros no quieren que ni se les acerquen los de las periferias y, a los pocos que lograron entrar, los deportan. Mientras tanto los de las periferias siguen intentando colarse en los centros como sea, aunque no haya trabajo para nadie. O sea que afuera llueve y adentro, adentro también llueve.

Ensimismado en estas elucubraciones, llegué hasta Berlín. Bajé del avión pensando en los conflictos laborales que aquejan al mundo actual y, en vez de irme a beber unos litros de cervezas con schnaps de aguardiente, me sumergí en dos museos que ofertaban sendas muestras sobre temas relacionados con… el trabajo. Pero con el trabajo… forzado. Ese por el que nadie reclama en huelgas generales.

Una es la exposición El Principio Potosí en la Haus Der Kulturen Der Welt que, entre otras calamidades coloniales, hace foco sobre la Mita, el sistema de trabajo por cuotas semi esclavo que debía cumplir la población nativa tributaria en América del Sur y mediante el cual, durante el siglo XVII, murieron millones de personas y se generó una acumulación originaria billonaria en Europa. En este blog he publicado un texto sobre esta muestra: https://aparatobarrio.wordpress.com/aparatoangel/

La otra exposición, más o menos análoga, la visité en el Jüdisches Museum y se denomina Trabajo forzado: los alemanes, los trabajadores forzados y la guerra. (http://www.ausstellung-zwangsarbeit.org/index.php?id=242&L=1)


Un recorrido documental que narra como 20 millones de hombres, mujeres y niños, entre los años 1933 y 1945, fueron obligados a ejecutar labores de todo tipo contra su voluntad.

Si, es cierto. Nadie me obliga a peregrinar por estas galerías tapizadas de imágenes espeluznantes durante una breve visita otoñal a la aún soleada Berlín. Pero he decidido ser responsable de mis pesadillas y poder elegir la sustancia de lo que consumo mientras duermo. Ya que durante la vigilia, la mayoría de mis nutrientes, me son impuestos.

Las dos muestras son como minestrones densos donde flotan imágenes con mucha gente deslomándose. En una hay cuadros donde se ven innumerables indios cargando piedras sobre sus espaldas, excavando galerías dentro de minas o desfilando por cornisas abismales. En la otra, fotografías que han registrado incontables grupos de personas cavando fosas, pariendo en hornos siderúrgicos o montando rieles de ferrocarril sobre la nieve. Ya fueran esclavos de tribus andinas o prisioneros rusos, las representaciones visuales nos muestran grandes cantidades de personas que hacen mega obras. Pero, quizás abrumado por tanta suma acromegálica de agotamiento colectivo y explotación criminal, por un momento se me ocurrió pensar en las categorías domésticas e individuales del trabajo forzado. Esas tareas que no consistían en descender hasta el corazón de un cerro o trajinar kilómetros bajo una lluvia huracanada. Las pequeñas grandes humillaciones que no suelen asentarse en los álbumes de la infamia para que la posteridad no las olvide.

Según cuenta el jesuita Juan Romero en el Códice Paraquariae, por el año 1612 en Tucumán, un huevo de gallina podía ser algo que sumiera en el espanto a una mujer india. No por asco o rechazo supersticioso, si no por temor al látigo del encomendero. Cada jueves, las mujeres de las familias de aborígenes, que trabajaban para beneficio personal de un español, debían conseguir de donde fuera un huevo y regalárselo a su amo. Muchas, que no poseían gallinas, desesperadas, hasta llegaban a comprarlos. Porque si no el capataz las tiraba al suelo, les obligaban a extender brazos y piernas y las azotaba por todo el cuerpo hasta hacerlas sangrar.

Cierto, el tema del trabajo es un teorema imposible como postularon Guillén y Viglietti: “Me matan si no trabajo y si trabajo me matan…”

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